Incontables veces vemos personas asumiendo nuevos y novedosos desafíos de vida y logrando, consolidando su esfuerzo, creatividad y energía en resultados sobresalientes. Tienen habilidades y características que, a primera vista, parecen únicas, y que son fácilmente reconocibles por quienes admiran estos logros.
Vale la pena preguntarse entonces: ¿Es la capacidad de innovar una semilla incrustada en nuestro ADN, o es algo que podemos desarrollar?
Pensemos en nuestro entorno social y laboral y en todos los proyectos innovadores que conocemos, desde los más simples hasta los más sofisticados. ¿Podríamos decir que las personas que los crearon son seres que poseen esa energía única desde su nacimiento? ¿Qué tienen en común todos los innovadores exitosos? ¿Por qué es tan fácil para algunos crear y no para otros?
La verdad es que, indudablemente, hay componentes genéticos o cerebrales que podrían llevar a alguien a tener una mente creativa, permitiéndoles innovar exitosamente con mayor facilidad. Pero, junto con esto, no podemos negar que cuando observamos de cerca a un grupo de mentes innovadoras, encontraremos que algunas de sus competencias y habilidades son resultado de un aprendizaje constante, práctica y trabajo.
La capacidad de generar relaciones al conectar elementos diversos, detectar necesidades donde otros no las ven, imaginar escenarios que van desde los óptimos hasta los extremos, visualizar limitaciones potenciales y cuestionarse constantemente son algunas de las características de las mentes innovadoras.
Observar el entorno en detalle para dar el paso hacia la experimentación en diferentes contextos, percibiendo que el mundo en sí mismo es un vasto laboratorio, es un elemento que los innovadores gestionan magistralmente. El lema aquí es: aprender haciendo.
Este conjunto de elementos presentes en el individuo innovador no podría detectarse sin un impulso previo, que genera el movimiento clave para el cambio: salir de la zona de confort. Cuando se toma la decisión de cambiar, es cuando la persona se atreve a dejar atrás ese espacio rutinario y de bajo riesgo. Es fuera de la zona de confort donde ocurre la invención, el flujo y el aprendizaje; es allí donde el espíritu inquieto de mirar más allá de lo que vemos y conocemos realmente crece.
Así, es posible argumentar que, combinando nuestra composición biológica, nuestras experiencias de vida y nuestro intenso deseo de aprender y desafiarnos, desarrollamos una mayor capacidad para la innovación. Al poner en práctica los comportamientos mencionados y practicarlos, podemos actuar de manera más innovadora, especialmente si se conecta con nuestro propósito racional de trascender a nuevos mundos creativos.